martes, 8 de octubre de 2024

La Misericordia de Dios: Restauración y Gracia en Medio del Pecado

 Uno de los pecados que no se perdonaba en el Antiguo Pacto era tomar el nombre de Dios en vano. Es tan así que le dieron tanta importancia a este pecado que borraron el nombre de Dios para no pronunciarlo y no tomar Su nombre en vano. Otro pecado que no tenía perdón y que tenía la consecuencia de la muerte era el adulterio, la infidelidad. Cambiar a la esposa por otra era castigado con la muerte. Esto muestra la seriedad con que se trataban estos pecados en el Antiguo Pacto, el pacto de Moisés, donde no había posibilidad de perdonar ciertos pecados.

Cuando David pecó con Betsabé y mandó a matar a Urías, el esposo de Betsabé, para ocultar que ella estaba embarazada, David merecía la muerte. No había posibilidad de ofrecer ningún sacrificio que limpiara el pecado que David había cometido. La única opción para David en ese pecado era su muerte. Cuando el profeta Natán lo confronta, le cuenta la historia de un hombre rico que, teniendo muchas ovejas, mata el único corderito de un hombre pobre. David, indignado, sentencia que ese hombre debía pagar cuatro veces lo que había hecho. Entonces, Natán le dice: "Tú eres ese hombre". Le recuerda que Dios le había dado mucho, pero aún así, David tomó lo que no era suyo, la esposa de Urías. A pesar de este pecado, Natán le dice que no morirá, pero la espada no se apartará de su casa como consecuencia de su pecado.

El pecado de David fue tomar a una mujer que no era suya. Entonces, ¿cómo es que Dios lo perdonó? Dios lo perdonó no en base a sacrificios, porque no había ningún sacrificio que pudiera limpiar ese pecado, sino porque Dios quiso perdonarlo por pura gracia. El perdón de David fue por gracia, a pesar de lo que merecía. Dios lo bendijo abundantemente a pesar de que no merecía quedarse con Betsabé ni tener más hijos con ella. De hecho, de la relación con Betsabé nació Salomón, y a través de él vino la línea del Mesías.

Hermanos, este tema es complicado y a menudo no se habla en la iglesia. Si hoy tu primera esposa no es la que tienes, estás con ella por pura gracia. Esto es algo que debemos considerar con gratitud. La realidad es que nuestra primera mujer, según las Escrituras, es la primera con la que tuvimos relaciones sexuales, aunque no nos hayamos casado con ella. Esto es algo que la Biblia enseña claramente en Deuteronomio 22:28-29, donde se establece que si un hombre toma a una joven virgen y tiene relaciones con ella, debe casarse con ella porque la ha deshonrado.

El pecado de David fue diferente. Él merecía la muerte, pero Dios lo perdonó. Y esto nos lleva a reflexionar sobre la misericordia de Dios. David clamó a Dios en el Salmo 51 pidiendo perdón: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia". La misericordia en hebreo tiene dos aspectos: uno es "jesed", que refleja el propósito de amor de Dios, y el otro es como el amor de una madre hacia su hijo en el vientre. David pidió ser limpiado de su pecado, no por sus propios méritos, sino por la misericordia de Dios.

El Salmo 51 nos enseña cómo debemos acudir a Dios. David no podía ofrecer sacrificios para compensar su pecado. La única opción era la misericordia de Dios. Nosotros también debemos reconocer nuestra miseria y acudir a Dios en busca de perdón, porque el pecado nos contamina completamente. Debemos pedirle a Dios que nos lave y nos purifique.

Cristo, con su muerte en la cruz, estableció un nuevo pacto. No importa cuán grande haya sido nuestro pecado, la gracia de Dios es mayor. La sangre de Cristo nos da libre entrada al Trono de la Gracia. Por eso, como David, debemos clamar: "Lávame por completo de mi maldad, límpiame de mi pecado".

El pecado ciega, nos impide ver a Dios. Pero cuando confesamos nuestros pecados, Dios nos restituye el gozo. El único gozo verdadero se encuentra en el Señor, no en el pecado. Así como David clamó por ser librado de los delitos de sangre, nosotros también debemos clamar por ser librados de nuestros pecados, y confiar en que Dios nos perdona por su fidelidad.

David entendió que no podía ofrecer sacrificios para expiar su pecado. Nosotros tampoco podemos compensar nuestros pecados. No merecemos el perdón, no merecemos las bendiciones que Dios nos ha dado, pero por Su gracia y misericordia, Él nos ha bendecido a pesar de nuestro pecado.

David comprendió que sus sacrificios no eran suficientes para cubrir su pecado, y lo expresó en el Salmo 51: "Porque tú no te deleitas en sacrificio; de lo contrario, yo lo ofrecería." David estaba dispuesto a ofrecer sacrificios, pero sabía que su pecado era demasiado grande para que cualquier ofrenda lo cubriera. Lo que necesitaba era la misericordia de Dios. Y esa es también nuestra posición hoy. No merecemos el perdón ni las bendiciones que recibimos. No merecemos a nuestras esposas, a nuestros hijos, ni siquiera las cosas que disfrutamos diariamente. Pero, a pesar de eso, Dios nos ha bendecido. Nuestra respuesta a esto debe ser el reconocimiento de su gracia.

Por lo tanto, no estoy sugiriendo que alguien deje a su esposa, sino que reconozca la gracia inmerecida que ha recibido. Disfrutemos de las bendiciones que Dios nos ha dado, reconociendo que son un regalo inmerecido. Agradezcamos por nuestros hijos, por nuestras esposas, por nuestras vidas, no porque lo merezcamos, sino porque Dios, en su gran misericordia, ha decidido bendecirnos.

El sacrificio de Cristo en la cruz marcó el inicio de un nuevo pacto, uno en el que es posible el perdón. Este nuevo pacto se basa en la sangre de Cristo, quien pagó el precio por nuestros pecados. No importa cuán profundo sea el hoyo en el que nos encontremos, no importa si hemos pecado después de aceptar a Cristo, su gracia siempre es más grande. Su fidelidad es inquebrantable. Cristo no solo murió por nuestros pecados, sino que también resucitó y se presentó ante el Trono de Dios, abriendo el camino para que nosotros tengamos acceso al Trono de la Gracia a través de su sangre.

Esto significa que, sin importar cuán grande haya sido nuestro pecado, la respuesta siempre es acudir a Cristo. Él es quien nos limpia por completo de nuestra maldad. Y si realmente deseamos ser lavados de nuestro pecado, la única opción es Cristo. Él es el único que puede librarnos y purificarnos.

David lo entendió, por eso continúa en el Salmo 51 diciendo: "Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado." Esta es una declaración crucial, porque nos muestra que, aunque a veces pensamos que nuestros pecados no afectan a nadie más, en realidad todo pecado es en última instancia contra Dios. Aunque nadie más lo vea, Dios lo ve. Nuestro pecado no está oculto ante Sus ojos.

David no estaba tratando de excusarse ni de minimizar su pecado. Él lo reconoció abiertamente y clamó por misericordia. De la misma manera, nosotros debemos hacerlo. No podemos simplemente decir que no hemos hecho mal a nadie, porque cada pecado, grande o pequeño, afecta nuestra relación con Dios y con los demás. Somos parte de un cuerpo, el cuerpo de Cristo, y cuando uno de nosotros peca, todo el cuerpo sufre. Incluso si es un pecado oculto, afecta a toda la iglesia.

David continuó pidiendo a Dios que lo purificara con hisopo, un símbolo de limpieza usado en ceremonias en el Antiguo Testamento, como la limpieza de los leprosos o la ordenación de los sacerdotes. Esta limpieza con hisopo representaba un cambio de una condición de impureza a una de pureza. David clamó para ser completamente transformado, no solo superficialmente, sino desde lo más profundo de su ser.

Y aquí es donde entra la realidad más importante para nosotros. Somos hijos de Dios, entrañablemente amados en las manos de un Padre amoroso. No somos enemigos de Dios en manos de un Dios airado, sino hijos amados en manos de un Padre lleno de gracia. Esta es la verdad que debemos asumir: hemos sido lavados y limpiados por la sangre de Cristo. Nuestro pecado ha sido limpiado por Él.

David también clamó por un corazón limpio: "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí." Cuando pecamos, perdemos de vista a Dios. Ya no vemos Su mano obrando en nuestras circunstancias. Nos volvemos ciegos a Su presencia, tanto en nosotros como en los demás. Pero cuando confesamos nuestro pecado, Dios nos restituye el gozo de nuestra salvación. El pecado nos engaña haciéndonos creer que el gozo se encuentra en él, pero solo el verdadero gozo se encuentra en Dios.

Así como un alcohólico busca satisfacción en el alcohol pero solo encuentra vacío, nosotros también buscamos en el pecado lo que solo Dios puede darnos. El pecado promete una satisfacción que nunca se cumple. Es una mentira que nos aleja de la verdadera fuente de gozo, que es Dios. Cuando entendemos esto, encontramos el gozo real en el Señor.

David pidió ser librado de los delitos de sangre, porque él había matado a Urías. Clamó por la salvación de Dios y prometió que su lengua cantaría de gozo al declarar la justicia de Dios. Esto nos lleva a reflexionar sobre cómo enfrentamos nuestros propios pecados. Hoy en día, muchos consideran que el aborto es un derecho personal. Sin embargo, la Escritura nos recuerda que es un delito de sangre. No importa cuán justificable parezca, la vida en el vientre es sagrada, y debemos entender que Dios aborrece el derramamiento de sangre inocente.

Finalmente, David reconoce que Dios no se deleita en sacrificios: "Porque tú no te deleitas en sacrificio; de lo contrario, yo lo ofrecería." No había sacrificio que David pudiera ofrecer para expiar su pecado. Lo único que podía hacer era clamar a Dios por Su misericordia. Y lo mismo aplica para nosotros hoy. No hay nada que podamos hacer para ganar el perdón. Todo lo que tenemos es por la pura gracia de Dios.

Nuestra respuesta debe ser de gratitud y alabanza. Agradezcamos a Dios por lo que nos ha dado, a pesar de nuestros pecados. No merecemos a nuestras esposas, a nuestros hijos, ni las bendiciones que tenemos. Todo es por la gracia de Dios. Disfrutemos de lo que Dios nos ha dado, y vivamos agradecidos por Su misericordia.

El sacrificio de Cristo en la cruz inauguró un nuevo pacto que hizo posible el perdón y la reconciliación con Dios. No importa cuál haya sido nuestro pecado, si acudimos a Él con un corazón contrito y arrepentido, Dios nos perdonará. Su fidelidad es mayor que nuestro pecado, y Su gracia es suficiente para restaurarnos y reconciliarnos con Él.

David entendía muy bien que no podía ganarse el favor de Dios a través de sacrificios, porque su pecado era demasiado grave para ser expiado por ningún ritual. Así que su clamor no era ofrecer más sacrificios, sino acudir directamente a la misericordia de Dios. Esto nos enseña una lección fundamental: no podemos hacer nada para ganarnos el perdón de Dios. No importa cuánto nos esforcemos, cuánto hagamos o qué tipo de sacrificios ofrezcamos, no podemos borrar nuestros pecados por nosotros mismos. Solo la gracia de Dios puede hacerlo.

David continúa en el Salmo 51 diciendo: "Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios." Aquí radica el verdadero sacrificio que Dios busca: un corazón que reconoce su propia miseria, su propia necesidad de Dios. Este es el tipo de corazón que Dios no rechaza. David no acudió a Dios con arrogancia ni con excusas, sino con un corazón quebrantado y arrepentido.

Esto es lo que debemos aprender: Dios busca que, al confrontarnos con nuestro pecado, tengamos un espíritu quebrantado y un corazón contrito. No se trata de ofrecer algo material, sino de entregar nuestro ser, de reconocer nuestra incapacidad de salvarnos a nosotros mismos y nuestra necesidad de Su perdón y misericordia. Solo así podemos acercarnos a Dios de la manera correcta.

David también pide a Dios que reconstruya los muros de Jerusalén, lo cual simboliza la restauración espiritual. Jerusalén era el lugar donde habitaba la presencia de Dios, y los muros representaban protección y fortaleza. Cuando pecamos, es como si esos muros se derrumbaran en nuestras vidas. Perdemos nuestra protección espiritual, nos volvemos vulnerables y expuestos al enemigo. Por eso, David pide que Dios restaure esos muros, que vuelva a levantar las defensas de su corazón y su vida espiritual.

Así también debemos pedirle a Dios que, cuando caemos en pecado, restaure los "muros" de nuestras vidas. Necesitamos que Dios reconstruya lo que el pecado ha destruido en nosotros, que renueve nuestra relación con Él y que nos proteja de las influencias del mal. Solo Él puede darnos la fortaleza para resistir las tentaciones y vivir una vida que refleje Su santidad.

Este proceso de restauración no es automático. Requiere que nos humillemos delante de Dios, reconociendo que hemos pecado y que necesitamos Su intervención para ser transformados. Esto también implica que debemos vivir con un sentido de gratitud continua, sabiendo que todo lo que tenemos y todo lo que somos es por Su gracia y no por mérito propio.

Cuando David habla en el Salmo 51 sobre la restauración del gozo de su salvación, está hablando de algo que todos necesitamos. El pecado nos roba el gozo. Nos desconecta de la fuente de la verdadera alegría, que es Dios. Cuando pecamos, puede que temporalmente experimentemos placer, pero ese placer se desvanece rápidamente y deja un vacío aún mayor en nuestras vidas. El gozo que Dios da es diferente. Es un gozo duradero, un gozo que trasciende las circunstancias y que solo puede encontrarse en una relación restaurada con Él.

Por eso David clama: "Restitúyeme el gozo de tu salvación." Sabía que el gozo verdadero solo vendría cuando su relación con Dios fuera restaurada. Y lo mismo aplica para nosotros. No podemos encontrar verdadero gozo en ninguna otra cosa, sino solo en Dios. Es en la restauración de nuestra relación con Él, en el perdón que Él nos otorga, donde encontramos la paz y el gozo que tanto anhelamos.

Este gozo no es algo que podamos obtener por nuestras propias fuerzas. Es un regalo que Dios nos da cuando nos arrepentimos y volvemos a Él. David entendió esto, y por eso su oración era que Dios le devolviera ese gozo, que le diera la fuerza para continuar caminando en santidad.

Finalmente, David termina el Salmo diciendo: "Entonces agradarán los sacrificios de justicia, el holocausto u ofrenda del todo quemada; entonces se ofrecerán becerros sobre tu altar." Aquí vemos la clave de toda esta reflexión: una vez que el corazón ha sido restaurado y reconciliado con Dios, entonces los sacrificios materiales tienen sentido. Los sacrificios solo son agradables a Dios cuando provienen de un corazón que ha sido transformado. No son los sacrificios lo que nos salva, pero cuando nos acercamos a Dios con un corazón limpio, los actos de adoración y devoción tienen un valor real.

En nuestra vida diaria, esto significa que nuestros actos de servicio, nuestras oraciones, nuestra adoración, solo son significativos cuando vienen de un corazón que ha sido transformado por la gracia de Dios. No podemos esperar agradar a Dios simplemente cumpliendo rituales o haciendo buenas obras si nuestro corazón no está en el lugar correcto. Lo que Dios busca es un corazón sincero, un corazón dispuesto a reconocer su necesidad de Él y a vivir en obediencia a Su palabra.

En resumen, la historia de David en el Salmo 51 nos enseña sobre el poder transformador de la gracia de Dios. Nos muestra que, aunque nuestros pecados sean grandes, la gracia de Dios es mayor. Nos enseña que lo que Dios busca no son sacrificios materiales, sino un corazón quebrantado y arrepentido. Y nos recuerda que solo en la restauración de nuestra relación con Dios podemos encontrar el verdadero gozo y la verdadera paz.

Que este sea también nuestro clamor: que Dios cree en nosotros un corazón limpio, que restaure el gozo de nuestra salvación, y que nos permita vivir de acuerdo con Su voluntad. Que, como David, podamos reconocer nuestra necesidad de la misericordia de Dios y depender completamente de Su gracia para ser transformados.