Uno de los pecados que no se perdonaba en el Antiguo Pacto era tomar el nombre de Dios en vano. Es tan así que le dieron tanta importancia a este pecado que borraron el nombre de Dios para no pronunciarlo y no tomar Su nombre en vano. Otro pecado que no tenía perdón y que tenía la consecuencia de la muerte era el adulterio, la infidelidad. Cambiar a la esposa por otra era castigado con la muerte. Esto muestra la seriedad con que se trataban estos pecados en el Antiguo Pacto, el pacto de Moisés, donde no había posibilidad de perdonar ciertos pecados.
Cuando David pecó con Betsabé y mandó a matar a Urías, el
esposo de Betsabé, para ocultar que ella estaba embarazada, David merecía la
muerte. No había posibilidad de ofrecer ningún sacrificio que limpiara el
pecado que David había cometido. La única opción para David en ese pecado era
su muerte. Cuando el profeta Natán lo confronta, le cuenta la historia de un
hombre rico que, teniendo muchas ovejas, mata el único corderito de un hombre
pobre. David, indignado, sentencia que ese hombre debía pagar cuatro veces lo
que había hecho. Entonces, Natán le dice: "Tú eres ese hombre". Le
recuerda que Dios le había dado mucho, pero aún así, David tomó lo que no era
suyo, la esposa de Urías. A pesar de este pecado, Natán le dice que no morirá,
pero la espada no se apartará de su casa como consecuencia de su pecado.
El pecado de David fue tomar a una mujer que no era suya.
Entonces, ¿cómo es que Dios lo perdonó? Dios lo perdonó no en base a
sacrificios, porque no había ningún sacrificio que pudiera limpiar ese pecado,
sino porque Dios quiso perdonarlo por pura gracia. El perdón de David fue por
gracia, a pesar de lo que merecía. Dios lo bendijo abundantemente a pesar de
que no merecía quedarse con Betsabé ni tener más hijos con ella. De hecho, de
la relación con Betsabé nació Salomón, y a través de él vino la línea del
Mesías.
Hermanos, este tema es complicado y a menudo no se habla en
la iglesia. Si hoy tu primera esposa no es la que tienes, estás con ella por
pura gracia. Esto es algo que debemos considerar con gratitud. La realidad es
que nuestra primera mujer, según las Escrituras, es la primera con la que
tuvimos relaciones sexuales, aunque no nos hayamos casado con ella. Esto es
algo que la Biblia enseña claramente en Deuteronomio 22:28-29, donde se
establece que si un hombre toma a una joven virgen y tiene relaciones con ella,
debe casarse con ella porque la ha deshonrado.
El pecado de David fue diferente. Él merecía la muerte, pero
Dios lo perdonó. Y esto nos lleva a reflexionar sobre la misericordia de Dios.
David clamó a Dios en el Salmo 51 pidiendo perdón: "Ten piedad de mí, oh
Dios, conforme a tu misericordia". La misericordia en hebreo tiene dos
aspectos: uno es "jesed", que refleja el propósito de amor de Dios, y
el otro es como el amor de una madre hacia su hijo en el vientre. David pidió
ser limpiado de su pecado, no por sus propios méritos, sino por la misericordia
de Dios.
El Salmo 51 nos enseña cómo debemos acudir a Dios. David no
podía ofrecer sacrificios para compensar su pecado. La única opción era la
misericordia de Dios. Nosotros también debemos reconocer nuestra miseria y
acudir a Dios en busca de perdón, porque el pecado nos contamina completamente.
Debemos pedirle a Dios que nos lave y nos purifique.
Cristo, con su muerte en la cruz, estableció un nuevo pacto.
No importa cuán grande haya sido nuestro pecado, la gracia de Dios es mayor. La
sangre de Cristo nos da libre entrada al Trono de la Gracia. Por eso, como
David, debemos clamar: "Lávame por completo de mi maldad, límpiame de mi
pecado".
El pecado ciega, nos impide ver a Dios. Pero cuando
confesamos nuestros pecados, Dios nos restituye el gozo. El único gozo
verdadero se encuentra en el Señor, no en el pecado. Así como David clamó por
ser librado de los delitos de sangre, nosotros también debemos clamar por ser
librados de nuestros pecados, y confiar en que Dios nos perdona por su
fidelidad.
David entendió que no podía ofrecer sacrificios para expiar
su pecado. Nosotros tampoco podemos compensar nuestros pecados. No merecemos el
perdón, no merecemos las bendiciones que Dios nos ha dado, pero por Su gracia y
misericordia, Él nos ha bendecido a pesar de nuestro pecado.
David comprendió que sus sacrificios no eran suficientes
para cubrir su pecado, y lo expresó en el Salmo 51: "Porque tú no te
deleitas en sacrificio; de lo contrario, yo lo ofrecería." David estaba
dispuesto a ofrecer sacrificios, pero sabía que su pecado era demasiado grande
para que cualquier ofrenda lo cubriera. Lo que necesitaba era la misericordia
de Dios. Y esa es también nuestra posición hoy. No merecemos el perdón ni las
bendiciones que recibimos. No merecemos a nuestras esposas, a nuestros hijos, ni
siquiera las cosas que disfrutamos diariamente. Pero, a pesar de eso, Dios nos
ha bendecido. Nuestra respuesta a esto debe ser el reconocimiento de su gracia.
Por lo tanto, no estoy sugiriendo que alguien deje a su
esposa, sino que reconozca la gracia inmerecida que ha recibido. Disfrutemos de
las bendiciones que Dios nos ha dado, reconociendo que son un regalo
inmerecido. Agradezcamos por nuestros hijos, por nuestras esposas, por nuestras
vidas, no porque lo merezcamos, sino porque Dios, en su gran misericordia, ha
decidido bendecirnos.
El sacrificio de Cristo en la cruz marcó el inicio de un
nuevo pacto, uno en el que es posible el perdón. Este nuevo pacto se basa en la
sangre de Cristo, quien pagó el precio por nuestros pecados. No importa cuán
profundo sea el hoyo en el que nos encontremos, no importa si hemos pecado
después de aceptar a Cristo, su gracia siempre es más grande. Su fidelidad es
inquebrantable. Cristo no solo murió por nuestros pecados, sino que también
resucitó y se presentó ante el Trono de Dios, abriendo el camino para que
nosotros tengamos acceso al Trono de la Gracia a través de su sangre.
Esto significa que, sin importar cuán grande haya sido
nuestro pecado, la respuesta siempre es acudir a Cristo. Él es quien nos limpia
por completo de nuestra maldad. Y si realmente deseamos ser lavados de nuestro
pecado, la única opción es Cristo. Él es el único que puede librarnos y
purificarnos.
David lo entendió, por eso continúa en el Salmo 51 diciendo:
"Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante
de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado." Esta es una declaración
crucial, porque nos muestra que, aunque a veces pensamos que nuestros pecados
no afectan a nadie más, en realidad todo pecado es en última instancia contra
Dios. Aunque nadie más lo vea, Dios lo ve. Nuestro pecado no está oculto ante
Sus ojos.
David no estaba tratando de excusarse ni de minimizar su
pecado. Él lo reconoció abiertamente y clamó por misericordia. De la misma
manera, nosotros debemos hacerlo. No podemos simplemente decir que no hemos
hecho mal a nadie, porque cada pecado, grande o pequeño, afecta nuestra
relación con Dios y con los demás. Somos parte de un cuerpo, el cuerpo de
Cristo, y cuando uno de nosotros peca, todo el cuerpo sufre. Incluso si es un
pecado oculto, afecta a toda la iglesia.
David continuó pidiendo a Dios que lo purificara con hisopo,
un símbolo de limpieza usado en ceremonias en el Antiguo Testamento, como la
limpieza de los leprosos o la ordenación de los sacerdotes. Esta limpieza con
hisopo representaba un cambio de una condición de impureza a una de pureza.
David clamó para ser completamente transformado, no solo superficialmente, sino
desde lo más profundo de su ser.
Y aquí es donde entra la realidad más importante para
nosotros. Somos hijos de Dios, entrañablemente amados en las manos de un Padre
amoroso. No somos enemigos de Dios en manos de un Dios airado, sino hijos
amados en manos de un Padre lleno de gracia. Esta es la verdad que debemos
asumir: hemos sido lavados y limpiados por la sangre de Cristo. Nuestro pecado
ha sido limpiado por Él.
David también clamó por un corazón limpio: "Crea en mí,
oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí."
Cuando pecamos, perdemos de vista a Dios. Ya no vemos Su mano obrando en
nuestras circunstancias. Nos volvemos ciegos a Su presencia, tanto en nosotros
como en los demás. Pero cuando confesamos nuestro pecado, Dios nos restituye el
gozo de nuestra salvación. El pecado nos engaña haciéndonos creer que el gozo
se encuentra en él, pero solo el verdadero gozo se encuentra en Dios.
Así como un alcohólico busca satisfacción en el alcohol pero
solo encuentra vacío, nosotros también buscamos en el pecado lo que solo Dios
puede darnos. El pecado promete una satisfacción que nunca se cumple. Es una
mentira que nos aleja de la verdadera fuente de gozo, que es Dios. Cuando
entendemos esto, encontramos el gozo real en el Señor.
David pidió ser librado de los delitos de sangre, porque él
había matado a Urías. Clamó por la salvación de Dios y prometió que su lengua
cantaría de gozo al declarar la justicia de Dios. Esto nos lleva a reflexionar
sobre cómo enfrentamos nuestros propios pecados. Hoy en día, muchos consideran
que el aborto es un derecho personal. Sin embargo, la Escritura nos recuerda
que es un delito de sangre. No importa cuán justificable parezca, la vida en el
vientre es sagrada, y debemos entender que Dios aborrece el derramamiento de
sangre inocente.
Finalmente, David reconoce que Dios no se deleita en
sacrificios: "Porque tú no te deleitas en sacrificio; de lo contrario, yo
lo ofrecería." No había sacrificio que David pudiera ofrecer para expiar
su pecado. Lo único que podía hacer era clamar a Dios por Su misericordia. Y lo
mismo aplica para nosotros hoy. No hay nada que podamos hacer para ganar el
perdón. Todo lo que tenemos es por la pura gracia de Dios.
Nuestra respuesta debe ser de gratitud y alabanza.
Agradezcamos a Dios por lo que nos ha dado, a pesar de nuestros pecados. No
merecemos a nuestras esposas, a nuestros hijos, ni las bendiciones que tenemos.
Todo es por la gracia de Dios. Disfrutemos de lo que Dios nos ha dado, y
vivamos agradecidos por Su misericordia.
El sacrificio de Cristo en la cruz inauguró un nuevo pacto
que hizo posible el perdón y la reconciliación con Dios. No importa cuál haya
sido nuestro pecado, si acudimos a Él con un corazón contrito y arrepentido,
Dios nos perdonará. Su fidelidad es mayor que nuestro pecado, y Su gracia es
suficiente para restaurarnos y reconciliarnos con Él.
David entendía muy bien que no podía ganarse el favor de
Dios a través de sacrificios, porque su pecado era demasiado grave para ser
expiado por ningún ritual. Así que su clamor no era ofrecer más sacrificios,
sino acudir directamente a la misericordia de Dios. Esto nos enseña una lección
fundamental: no podemos hacer nada para ganarnos el perdón de Dios. No importa
cuánto nos esforcemos, cuánto hagamos o qué tipo de sacrificios ofrezcamos, no
podemos borrar nuestros pecados por nosotros mismos. Solo la gracia de Dios
puede hacerlo.
David continúa en el Salmo 51 diciendo: "Los
sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y
humillado no despreciarás tú, oh Dios." Aquí radica el verdadero
sacrificio que Dios busca: un corazón que reconoce su propia miseria, su propia
necesidad de Dios. Este es el tipo de corazón que Dios no rechaza. David no
acudió a Dios con arrogancia ni con excusas, sino con un corazón quebrantado y
arrepentido.
Esto es lo que debemos aprender: Dios busca que, al
confrontarnos con nuestro pecado, tengamos un espíritu quebrantado y un corazón
contrito. No se trata de ofrecer algo material, sino de entregar nuestro ser,
de reconocer nuestra incapacidad de salvarnos a nosotros mismos y nuestra
necesidad de Su perdón y misericordia. Solo así podemos acercarnos a Dios de la
manera correcta.
David también pide a Dios que reconstruya los muros de
Jerusalén, lo cual simboliza la restauración espiritual. Jerusalén era el lugar
donde habitaba la presencia de Dios, y los muros representaban protección y
fortaleza. Cuando pecamos, es como si esos muros se derrumbaran en nuestras
vidas. Perdemos nuestra protección espiritual, nos volvemos vulnerables y
expuestos al enemigo. Por eso, David pide que Dios restaure esos muros, que
vuelva a levantar las defensas de su corazón y su vida espiritual.
Así también debemos pedirle a Dios que, cuando caemos en
pecado, restaure los "muros" de nuestras vidas. Necesitamos que Dios
reconstruya lo que el pecado ha destruido en nosotros, que renueve nuestra
relación con Él y que nos proteja de las influencias del mal. Solo Él puede
darnos la fortaleza para resistir las tentaciones y vivir una vida que refleje
Su santidad.
Este proceso de restauración no es automático. Requiere que
nos humillemos delante de Dios, reconociendo que hemos pecado y que necesitamos
Su intervención para ser transformados. Esto también implica que debemos vivir
con un sentido de gratitud continua, sabiendo que todo lo que tenemos y todo lo
que somos es por Su gracia y no por mérito propio.
Cuando David habla en el Salmo 51 sobre la restauración del
gozo de su salvación, está hablando de algo que todos necesitamos. El pecado
nos roba el gozo. Nos desconecta de la fuente de la verdadera alegría, que es
Dios. Cuando pecamos, puede que temporalmente experimentemos placer, pero ese
placer se desvanece rápidamente y deja un vacío aún mayor en nuestras vidas. El
gozo que Dios da es diferente. Es un gozo duradero, un gozo que trasciende las
circunstancias y que solo puede encontrarse en una relación restaurada con Él.
Por eso David clama: "Restitúyeme el gozo de tu
salvación." Sabía que el gozo verdadero solo vendría cuando su relación
con Dios fuera restaurada. Y lo mismo aplica para nosotros. No podemos
encontrar verdadero gozo en ninguna otra cosa, sino solo en Dios. Es en la
restauración de nuestra relación con Él, en el perdón que Él nos otorga, donde
encontramos la paz y el gozo que tanto anhelamos.
Este gozo no es algo que podamos obtener por nuestras
propias fuerzas. Es un regalo que Dios nos da cuando nos arrepentimos y
volvemos a Él. David entendió esto, y por eso su oración era que Dios le
devolviera ese gozo, que le diera la fuerza para continuar caminando en
santidad.
Finalmente, David termina el Salmo diciendo: "Entonces
agradarán los sacrificios de justicia, el holocausto u ofrenda del todo
quemada; entonces se ofrecerán becerros sobre tu altar." Aquí vemos la
clave de toda esta reflexión: una vez que el corazón ha sido restaurado y
reconciliado con Dios, entonces los sacrificios materiales tienen sentido. Los
sacrificios solo son agradables a Dios cuando provienen de un corazón que ha
sido transformado. No son los sacrificios lo que nos salva, pero cuando nos
acercamos a Dios con un corazón limpio, los actos de adoración y devoción
tienen un valor real.
En nuestra vida diaria, esto significa que nuestros actos de
servicio, nuestras oraciones, nuestra adoración, solo son significativos cuando
vienen de un corazón que ha sido transformado por la gracia de Dios. No podemos
esperar agradar a Dios simplemente cumpliendo rituales o haciendo buenas obras
si nuestro corazón no está en el lugar correcto. Lo que Dios busca es un
corazón sincero, un corazón dispuesto a reconocer su necesidad de Él y a vivir
en obediencia a Su palabra.
En resumen, la historia de David en el Salmo 51 nos enseña
sobre el poder transformador de la gracia de Dios. Nos muestra que, aunque
nuestros pecados sean grandes, la gracia de Dios es mayor. Nos enseña que lo
que Dios busca no son sacrificios materiales, sino un corazón quebrantado y
arrepentido. Y nos recuerda que solo en la restauración de nuestra relación con
Dios podemos encontrar el verdadero gozo y la verdadera paz.
Que este sea también nuestro clamor: que Dios cree en
nosotros un corazón limpio, que restaure el gozo de nuestra salvación, y que
nos permita vivir de acuerdo con Su voluntad. Que, como David, podamos
reconocer nuestra necesidad de la misericordia de Dios y depender completamente
de Su gracia para ser transformados.