jueves, 15 de agosto de 2024

El Camino del Sacerdote: Entre el Incienso y el Olvido

 Era una mañana cálida en Judea. El sol brillaba alto en el cielo, iluminando las colinas polvorientas que se extendían a lo largo del camino hacia Jerusalén. Simeón, un sacerdote de mediana edad, caminaba con paso rápido, su corazón latiendo con anticipación. No se dirigía a Jerusalén por la Pascua ni por alguna festividad, sino porque había llegado el momento más esperado de su vida: le había tocado por suerte servir en el Lugar Santo del Templo.

Desde hacía semanas, Simeón se preparaba mental y espiritualmente para este momento. Cada día, desde que fue sorteado, había soñado con entrar al Lugar Santo, quemar incienso ante el Señor, y sentir la presencia divina de manera tangible. No podía evitar recordar lo que había sucedido un par de años atrás con Zacarías, el sacerdote al que se le había aparecido un ángel mientras cumplía su servicio. Zacarías había salido mudo del Lugar Santo, pero con una historia que había resonado en toda Judea. Todos hablaban de él, y su nombre se había convertido en leyenda. Simeón, por su parte, no había tenido la mejor relación con Zacarías; lo consideraba un hombre un tanto engreído, pero no podía negar que lo que más lo irritaba era la fama que el viejo sacerdote había alcanzado.

Simeón no podía evitar pensar en lo que significaría para él una experiencia similar. Si un ángel se le apareciera, si algo extraordinario ocurriera mientras él servía, su nombre también sería recordado por generaciones. "El Señor es misericordioso," se repetía a sí mismo. "Si Zacarías, con todos sus defectos, fue elegido para recibir una visión celestial, ¿por qué no podría ocurrirme a mí?" Ese pensamiento lo había acompañado en su viaje hacia Jerusalén, impulsándolo a caminar más rápido, a pesar del calor y el polvo del camino.

Sin embargo, para llegar a Jerusalén en el tiempo necesario, Simeón había decidido tomar un camino más corto, uno que atravesaba Samaria. Los samaritanos eran despreciados por los judíos, y su tierra era considerada impura. Los sacerdotes evitaban pasar por Samaria precisamente para no comprometer su pureza ritual. Pero Simeón había calculado que, si tenía cuidado, podría evitar cualquier contacto contaminante y llegar a Jerusalén a tiempo para cumplir con su servicio.

Mientras avanzaba por el camino polvoriento, Simeón notó una figura al borde del camino, a la sombra de un árbol. Era un hombre herido, cubierto de sangre y polvo, apenas consciente. El sacerdote sintió un tirón en su conciencia, un impulso casi involuntario de acercarse y ayudar. Pero el pensamiento de su servicio en el Templo y la posibilidad de que se le apareciera un ángel lo detuvo en seco.

Simeón sabía que si tocaba al hombre y éste moría, se volvería ritualmente impuro. No podría entrar al Lugar Santo, y su oportunidad de servir y quizás tener una experiencia divina se desvanecería. "No puedo arriesgarme," se dijo a sí mismo, justificando su decisión. "El Señor requiere que esté puro cuando entre en su presencia." Con una mezcla de culpa y determinación, Simeón desvió la mirada, murmuró una rápida oración por el hombre, y siguió adelante, dejando al herido a su suerte.

El resto del camino a Jerusalén fue un tormento silencioso para Simeón. Aunque intentaba concentrarse en la importancia de su misión, el rostro del hombre herido seguía apareciendo en su mente. El sacerdote se repetía a sí mismo que había tomado la decisión correcta, que su deber ante el Señor era lo más importante. Pero en su corazón, sabía que algo se había roto en él.

Finalmente, al llegar a Jerusalén, Simeón se dirigió directamente al Templo. La majestuosa estructura lo recibió con la solemnidad y el esplendor que siempre le impresionaban. Se sometió a los ritos de purificación, asegurándose de que ningún vestigio de impureza lo acompañara en su entrada al Lugar Santo. Cuando llegó el momento, con las vestiduras sagradas puestas y el incienso en sus manos, Simeón caminó hacia el interior del Templo, hacia el lugar donde solo unos pocos privilegiados podían entrar.

Mientras se preparaba para quemar el incienso, una mezcla de nerviosismo y expectación lo invadía. Sus manos temblaban ligeramente mientras colocaba el incienso sobre el altar. Cerró los ojos y ofreció una oración silenciosa, esperando que algo extraordinario ocurriera, que el Señor se manifestara de alguna manera. Pero nada sucedió.

El incienso se elevaba en una columna suave de humo, llenando el aire con su fragancia. Simeón esperó, su corazón latiendo con fuerza. Pero no hubo voz del cielo, ni ángel, ni visión. Solo el silencio del Lugar Santo, interrumpido por el susurro del incienso que quemaba lentamente.

Después de lo que le pareció una eternidad, Simeón salió del Lugar Santo. Los otros sacerdotes lo esperaban, y él trató de disimular su decepción. Cuando le preguntaron cómo había sido, respondió con las palabras que sabía que se esperaban de él: "El Señor estuvo conmigo, y su presencia llenó el lugar." Los sacerdotes lo felicitaron, lo trataron con respeto, pero en su interior, Simeón se sentía vacío.

Sabía que, a diferencia de Zacarías, no había recibido ninguna señal celestial, ninguna manifestación divina que pudiera compartir. Lo que había sucedido en el Lugar Santo no era más que una rutina ritual, y el reconocimiento que tanto anhelaba no llegaría. Pero más que eso, el recuerdo del hombre herido, al que había dejado atrás en su prisa por llegar a Jerusalén, lo atormentaba. Simeón se dio cuenta de que, en su deseo de ser reconocido, había perdido algo más importante: la compasión y la verdadera devoción a Dios.

Mientras caminaba de regreso a su alojamiento en Jerusalén, lejos de la mirada de los otros sacerdotes, Simeón se sintió más solo que nunca. Había cumplido su servicio, había realizado los ritos, pero sabía que había fallado en lo más importante. Y aunque nadie más lo sabía, la culpa y la vergüenza lo acompañarían mucho después de que el incienso se disipara en el aire.

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