En los días del Segundo Templo de Jerusalén, las leyes de pureza y los rituales de purificación eran fundamentales para la vida en la comunidad de Israel. Levítico establece con claridad cómo se debía tratar a las personas afectadas por enfermedades de la piel, como la lepra, para proteger a la comunidad de la contaminación y mantener la santidad del campamento.
Había un joven hombre de 25 años, casado con una joven esposa de 22. Tenían un hijo pequeño de 4 años, y vivían una vida tranquila y feliz en su comunidad. Sin embargo, su vida cambió drásticamente cuando comenzó a notar pequeñas manchas blancas en su piel. Al principio, trató de ignorarlas, esperando que desaparecieran por sí solas. Pero su esposa fue la primera en darse cuenta de que algo no estaba bien.
—Querido, esas manchas en tu piel... parecen empeorar —dijo ella con preocupación, una mañana mientras él se vestía.
Él miró las manchas y sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía lo que podría significar, pero el miedo y la negación se apoderaron de él.
—No te preocupes, amor. Seguramente no es nada grave. No digamos nada por ahora —respondió él, tratando de sonar convincente.
Por un par de horas, la pareja decidió no decirle a nadie y continuar con sus vidas normales. Él fue a trabajar y ella se encargó de las labores del hogar. Sin embargo, durante el almuerzo, cuando su hijo corrió hacia él con los brazos abiertos, una profunda sensación de culpabilidad lo invadió. Miró a los ojos inocentes de su pequeño, y en ese momento supo que no podía seguir ocultando la verdad.
—No podemos arriesgarnos —dijo él con voz quebrada a su esposa—. Si no hablamos ahora, podríamos condenar a nuestro hijo a una muerte segura.
La esposa, con lágrimas en los ojos, asintió. Fueron inmediatamente al sacerdote del pueblo, siguiendo las leyes de Levítico, para reportar la posible lepra. El sacerdote examinó al hombre con detalle y confirmó sus peores temores: era leproso.
La noticia se extendió rápidamente. La familia entera fue sometida a evaluación para verificar si alguien más había contraído la enfermedad. Afortunadamente, ni su esposa ni su hijo, ni ningún otro pariente mostraron signos de lepra. Sin embargo, el dolor de la separación y el estigma de la enfermedad eran profundos.
La joven esposa, que apenas tenía 22 años, se quedó sola para cuidar de su pequeño hijo. La tristeza en sus ojos reflejaba el dolor de la separación y la incertidumbre del futuro. Aunque no había contraído la lepra, el contacto con su esposo la había colocado en una posición vulnerable ante la comunidad.
Conforme a las leyes de Levítico, para declarar que no se había contagiado, la esposa debía presentarse ante el sacerdote y ofrecer un sacrificio de purificación. Levítico 15:28-30 establece que, después de haber estado en contacto con una impureza, debía traer dos tórtolas o dos palominos:
“Y al octavo día tomará consigo dos tórtolas o dos palominos y los traerá al sacerdote, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y el sacerdote ofrecerá uno como ofrenda por el pecado y el otro como holocausto, y el sacerdote hará expiación por ella delante de Jehová, por el flujo de su impureza” (Levítico 15:29-30).
Siguiendo estas instrucciones, la joven mujer, con el corazón pesado pero decidido, llevó las aves al sacerdote. En el altar, el sacerdote realizó los sacrificios, una ofrenda por el pecado y un holocausto, declarando así su pureza ante Dios y la comunidad.
A pesar de la profunda tristeza y el dolor que todo esto había generado, la esposa y el hijo encontraron consuelo en su fe y en la esperanza de la misericordia de Dios. Sabían que, aunque separados físicamente, su amor y devoción mutua los mantenían unidos en espíritu. Y en sus corazones, mantenían viva la esperanza de que algún día, su esposo y padre sería sanado y podrían reunirse como familia una vez más.
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