sábado, 27 de julio de 2024

El Encuentro del Leproso y el Sacerdote

En los días del Segundo Templo de Jerusalén, los rituales de purificación se seguían con meticulosa precisión, conforme a las instrucciones establecidas por Moisés en la Torá. Al amanecer, un hombre que había sido leproso se acercó con reverencia a las puertas del Templo. Vestido con ropas nuevas y limpias, se detuvo antes de cruzar el umbral, consciente de la solemnidad del momento.

El sacerdote de turno, notificado por los murmullos de la multitud que se arremolinaba a la entrada, salió para encontrarse con él. Con su manto de lino y su mitra, el sacerdote descendió los escalones de mármol del Templo, observando con atención al hombre que se acercaba con paso humilde.

—Sacerdote, he sido sanado por Jesús de Nazaret. Vengo para que confirmes mi limpieza conforme a la ley de Moisés —dijo el hombre, con voz firme pero llena de respeto.

El sacerdote, guardando un aire de escepticismo profesional, hizo un gesto para que el hombre lo siguiera. Salieron fuera del campamento, como se ordena en la Torá, y el sacerdote comenzó el examen meticuloso.

—Desnúdate y muéstrame tu cuerpo —ordenó el sacerdote, con tono solemne.

El hombre obedeció, despojándose de su ropa. El sacerdote comenzó a inspeccionar meticulosamente su piel. Primero, examinó su rostro, que antes había estado desfigurado. Luego recorrió con la vista y las manos su torso, brazos, piernas y pies. No encontró rastro alguno de lepra. La piel estaba limpia y restaurada, como la de un niño recién nacido.

—¿Cuánto tiempo has estado limpio? —preguntó el sacerdote, aún con incredulidad.

—Desde el momento en que Jesús me tocó y dijo: "Quiero, sé limpio" —respondió el hombre, con una sonrisa que reflejaba tanto alivio como gratitud.

El sacerdote se enderezó, impresionado por la perfección de la curación, pero aún preocupado.

—Si Jesús te tocó, entonces Él se habría contaminado —dijo el sacerdote, frunciendo el ceño en señal de preocupación.

El hombre, sin perder la calma, respondió con convicción.

—Sacerdote, lo que sucedió fue algo extraordinario. En lugar de que Él se contaminara, su toque me limpió por completo. Fue como si Jesús fuera una fuente de agua pura constante que limpia y purifica a todo aquel que toca. No hubo contaminación en Él; al contrario, su pureza me restauró y me hizo nuevo.

El sacerdote quedó pensativo por un momento, reflexionando sobre las palabras del hombre. Finalmente, asintió lentamente, reconociendo la posibilidad de lo divino en lo que había escuchado.

—Has pasado la primera inspección. Ahora, debemos proceder según lo manda Moisés. Debes traer dos aves vivas, un palo de cedro, grana e hisopo. Una de las aves será sacrificada sobre agua corriente en una vasija de barro, y la otra será mojada en la sangre del ave sacrificada y luego soltada en el campo abierto —explicó el sacerdote con precisión, siguiendo el ritual descrito en Levítico 14:4-7.

El hombre asintió, mostrando que comprendía y estaba dispuesto a seguir cada uno de los requisitos.

El sacerdote continuó, indicando los siguientes pasos del ritual de purificación:

—Después de esto, debes lavar tus vestidos, afeitarte y bañarte. Al octavo día, traerás dos corderos sin defecto y una cordera de un año sin tacha, junto con ofrendas de harina y aceite. Todo esto es necesario para tu completa reintegración a la comunidad —añadió el sacerdote, observando al hombre para asegurarse de que entendía todas las instrucciones.

El hombre escuchó atentamente, asimilando cada detalle.

—Entiendo, haré todo lo que se requiere —dijo el hombre con firmeza, con los ojos llenos de agradecimiento.

El sacerdote le dio una palmada en el hombro, un gesto de aprobación y humanidad.

—Después de completar la primera parte del ritual, podrás regresar a tu pueblo. Sin embargo, deberás esperar hasta después del octavo día, cuando completes los sacrificios finales y seas declarado completamente limpio, para poder regresar a tu casa y vivir nuevamente entre los tuyos —dijo el sacerdote con una mezcla de autoridad y compasión.

El hombre asintió, agradecido por la claridad y la orientación del sacerdote.

—Entonces, ve y prepárate. Regresa cuando tengas todo listo y procederemos con el ritual completo. Que el Señor te bendiga y te mantenga limpio —dijo el sacerdote, permitiéndose una pequeña sonrisa.

El hombre salió del templo, su corazón rebosante de alegría. Se dirigió a su familia y amigos para compartir las buenas nuevas y prepararse para los rituales que lo devolverían por completo a la vida comunitaria. Sabía que su sanidad no solo era física, sino también una restauración espiritual y social. Y todo gracias a Jesús, el Mesías.

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