La vida en la comunidad de leprosos era una mezcla constante de dolor, soledad y anhelo. Cada día era una batalla contra la desesperanza, pero en medio de esa oscuridad, surgió una luz de esperanza: Jesús de Nazaret. Las noticias sobre sus milagros y enseñanzas llegaban incluso a los oídos de aquellos que vivían en el aislamiento más absoluto.
Los leprosos, reunidos alrededor del fuego, discutían las historias que habían escuchado. Algunos decían que Jesús era el Mesías prometido, el Salvador de Israel, capaz de sanar cualquier enfermedad. El leproso, con el corazón lleno de anhelo, escuchaba atentamente cada relato, sintiendo que una pequeña llama de esperanza se encendía en su interior.
—Dicen que puede sanar a los ciegos, hacer caminar a los cojos y hasta resucitar a los muertos —dijo uno de los leprosos, sus ojos llenos de esperanza y escepticismo a la vez.
—Sí, pero si nos acercamos a cualquier pueblo, nos apedrearán y luego nos quemarán —respondió otro, recordando el destino que la ley reservaba para ellos.
A pesar de las dudas y los miedos, el leproso de nuestra historia no podía dejar de pensar en Jesús. Había algo en su corazón que le decía que este hombre, este Mesías, era diferente. Sabía, en lo más profundo de su ser, que Jesús tenía el poder de limpiar y sanar cualquier enfermedad. Sentía que Jesús era la fuente de agua viva del Dios vivo, la esperanza misma de Israel.
Un día, mientras el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte, el leproso tomó una decisión. Se levantó temprano, con la firme resolución de encontrar a Jesús. Despidió a sus compañeros con una mirada decidida y comenzó su viaje hacia lo desconocido. Sabía que era una misión arriesgada, que la muerte por apedreamiento era una posibilidad real, pero la esperanza que ardía en su corazón superaba cualquier miedo.
—¡No vayas! —imploró uno de los leprosos más viejos—. Ese Jesús es un engañador. Lo único que obtendrás es el rechazo y, finalmente, la muerte. ¡No puedes arriesgarte así!
—¡Por favor, quédate! —suplicó otro—. No podemos perderte también. Esa esperanza fútil solo te llevará a la muerte.
El leproso los escuchó, sintiendo la preocupación en sus voces, pero su resolución era inquebrantable. Habían pasado seis meses desde su expulsión, seis largos meses de aislamiento y sufrimiento. Necesitaba intentar encontrar la sanación, aunque fuera un acto desesperado.
Caminó durante horas, evitando los caminos principales y los pueblos para no ser descubierto. Finalmente, después de un largo y agotador viaje, vio a lo lejos una multitud. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Allí estaba Jesús, rodeado de gente, enseñando y sanando. El leproso sintió una mezcla de temor y esperanza mientras se acercaba.
Cuando estuvo a una distancia prudente, se arrodilló en el polvo, con el rostro pegado al suelo. Su voz, temblorosa pero llena de convicción, rompió el silencio.
—¡Señor, Señor! —clamó, repitiendo las palabras que tanto había practicado en su mente.
Jesús se detuvo y miró al leproso con compasión. La multitud se apartó, horrorizada, pero Jesús no se movió. Con una calma infinita, se acercó al hombre arrodillado.
—¿Qué quieres que haga por ti? —preguntó Jesús, su voz suave y llena de misericordia.
El leproso levantó el rostro, mostrando las cicatrices de su enfermedad. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras decía:
—¡Señor! ¡Si quieres, puedes limpiarme!
No fue una pregunta, sino una afirmación llena de fe. El leproso sabía, en lo más profundo de su ser, que Jesús podía sanarlo.
Jesús, conmovido por la fe del leproso, hizo algo que nadie esperaba. Extendió su mano y lo tocó. Un murmullo de asombro recorrió a la multitud. Nadie podía creer lo que estaban viendo. Pero Jesús, con una voz llena de autoridad y amor, dijo:
—Quiero, sé limpio.
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